Las manifestaciones artísticas en la historia de la humanidad han sido y serán las representaciones de las sociedades de las personas que las crean; citaré algunos ejemplos correspondientes a la literatura: D.W. Lawrance escribe en 1928 El amante de Lady Chaterly, en el que expone temas sexuales, que hasta la época eran considerados como tabúes en Inglaterra; a mediados del siglo XX Henry Miller escribe Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio, expresando su rechazo a la sociedad de consumo en EEUU; y Heinrich Boll publica Opiniones de un payaso en 1963, criticando y satirizando a la sociedad alemana (especialmente a la católica), después de haber vivido en carne propia dos fatídicas guerras mundiales.
Para algunas personas la fotografía es un arte, para otras no; pero tiene como elemento esencial a la imagen, por lo tanto puede transmitir al público emociones mucho más fuertes, conmovedoras y más desgarradoras que las que puede evocar un poema, un cuento, una novela o un cuadro.
La fotografía tiene la ventaja de capturar momentos impactantes y congelarlos para posteriormente exhibirlos en salas inmensas con una gran asistencia de personas, que de manera estóica, observan, escrutan e interpretan, cada uno a su parecer, lo que el fotógrafo tomó.
Actualmente, las sociedades en todo el mundo viven tiempos aciagos: guerras, genocidios, desastres naturales y el resultado de todos esos acontecimientos es ver al ser humano reducido a la más espantosa de las miserias.
Con este marco, el mundo solamente puede brindar al fotógrafo escenas de muertos, cuadros de personas famélicas y ciudades convertidas en escombros.
En el World Press Photo el denominador común es la miseria del mundo; detrás de esto se encuentra también el morbo de las personas asistentes que, aglutinadas en el Centro Cultural Metropolitano, evidencian una fascinación necrófila.
Apuesto lo que sea, a que si se realizaba una exposición con fotos de paisajes naturales, de animales, de albas y ocasos, la sala permanecería vacía.
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